Cómo una llamada de mi abuela me hace retroceder en el tiempo

Las mujeres de mi familia no han tenido las oportunidades que yo, pero sus historias hicieron posible la mía.

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“Estudia mucho mijita, ¿sí?”, me recuerda mi abuelita cada vez que la llamo a Ecuador, y su voz resuena en el teléfono. Está a más de 3,000 millas de distancia, pero incluso desde aquí, en Newark, Nueva Jersey, puedo oír los pregones de los vendedores mientras una música retumba por las calles.

Asegúrate de estudiar mucho, ¿de acuerdo?

Karen Otavalo (Courtesy photo)

Es una petición sencilla y una frase común en todas las culturas y geografías. En el caso de mi abuela materna, María Isabel, sé que viene de querer para mí lo que ella no pudo tener: educación, independencia y oportunidades profesionales. Cuando ella era pequeña, su clase favorita era la de historia, y llevaba un cuaderno en el que dibujaba figuras históricas, decoraciones y banderas de distintos países.

Aunque soñaba con terminar la secundaria y hacer trabajo humanitario, tuvo que dejar la escuela y empezar a trabajar a los 12 años para mantener a su familia. También hicieron los arreglos para que se casara cuando sólo tenía 16 años. Esa era la realidad para muchas jóvenes en Ecuador, especialmente para aquellas con recursos limitados.

Ella quería más para sus hijos.

Pero cuando mi mamá tenía 16 años, también abandonó la escuela y se puso a trabajar. Ella se cansó de tener que cubrir sus zapatos rotos con pintura blanca porque estaba fuera del alcance de su familia comprar unos nuevos. En busca de independencia, ella se marchó para volver un año después, cuando mi abuela la convenció de que terminara la secundaria. Lo hizo, y luego se esforzó para ir a la universidad mientras también criaba a una hija pequeña: yo.

Luego, cuando yo tenía 11 años, nos mudamos a Estados Unidos y nos instalamos en Newark. Incluso antes de poder hablar inglés fluido, se matriculó en la universidad, decidida a aprovechar las oportunidades que le ofrecía un país como los Estados Unidos. Como inmigrante, ella luchó contra las barreras del idioma y la impaciencia de la gente, quienes suponían que su poco dominio del inglés significaba que ella no era inteligente. Mi mamá siempre les demostró que estaban equivocados. En mayo, mi madre se graduó con honores de la universidad.

Yo tengo 16 años. La misma edad que mi abuela tenía cuando la obligaron a casarse, y la misma que tenía mi mamá cuando dejó la escuela. A menudo pienso en lo diferente que es mi vida de las suyas. En dos generaciones tanto ha cambiado: donde vivimos, los idiomas que hablamos fuera de la casa y las normas que rigen los logros de las mujeres.

En Ecuador, las oportunidades y el buen empleo son escasos. La edad prevalece sobre la sabiduría, y por eso no se promueve que los jóvenes a hablen en la manera que se hace en Estados Unidos. Esta experiencia me ha hecho darme cuenta de lo afortunada que soy por vivir en un país con espacios y programas que empoderan a la juventud.

Por eso decidí matricularme el año que viene en el Bachillerato Internacional de mi escuela (conocido como IB), un programa famoso por su riguroso currículo. Dar este paso me ha hecho reflexionar sobre mi abuela y mi mamá, las mujeres que hicieron posible que yo recibiera una educación de primera clase.

Aunque mi gratitud es inmensa, viene acompañada de la presión silenciosa de tener éxito y de una necesidad inquebrantable de lograr algo. Con un plan de perseguir mis sueños más allá de lo que creí posible, está en mi abrazar esta nueva comunidad y asegurarme de que mi trayecto de vida es uno que no me arrepienta.

Tengo 16 años, la misma edad que mi abuela tuvo cuando la obligaron a casarse, y la misma que tenía mi mamá cuando dejó la escuela. 

Mi mamá y mi abuela son las que soportaron la cruda realidad de una sociedad austera y aun así han conseguido vivir como ganadoras de la vida. Sus historias son unas de sacrificio, pero sus sacrificios no son lo único que las hace extraordinarias. Sus vidas también se definen por la esperanza y la perseverancia. Por ejemplo, mi abuela, que ahora tiene 54 años, está recuperando lo que no pudo vivir de joven, como tomar clases de tejer, bailar, cantar y salir con sus amigas. Mi mamá, por su parte, está manejando su propia empresa pequeña y tiene planes de obtener una maestría en contabilidad. Sus vidas siguen siendo complejas y muy afectadas por nuestras circunstancias, pero siempre han logrado perseverar.

Por eso, cuando mi abuelita, al otro lado del teléfono, me dice: “Estudia mucho mijita, ¿sí?”, un millón de pensamientos cruzan mi mente porque sé lo mucho que esa simple petición significa para ella y para nosotras.

“Si, lo haré”, le respondo.

Palabras no me valen para expresar mi gratitud por el camino que me han forjado pero en ese momento es simplemente perfecto.

Karen Otavalo es estudiante de décimo grado y en su tiempo libre adora dibujar y escribir. Este otoño se matriculará en el programa de IB y su curso elegido se enfoca en el estudio de la política mundial. Ella también trabaja como Consejera Juvenil en Crittenton Nacional y es becaria de Chalkbeat Student Voices en Newark. En el futuro, espera ayudar a las comunidades desfavorecidas a través de creatividad y servicio a la comunidad.